El sistema productivo actual ya no está dirigido a satisfacer las necesidades existentes…..

Primero se fabrica y luego se induce la necesidad de lo fabricado, que permitirá vender esos productos, con frecuencia excedentes y superfluos.

Nos hemos acostumbrado tanto a esta codicia consumista que nos parece que siempre ha existido, lo cual no es cierto.

Zola se alarmó hace más de cien años ante el protagonismo económico del deseo. En 1883 publicó «El paraiso de las damas». Treinta años antes se había inaugurado en París Bon Marché, una tienda precursora de la revolución comercial. En su novela, Zola llama «traficantes en deseos» a los propietarios de los grandes almacenes.

Lo que le irritaba era el uso de la mercancía como tentación. Hasta ese momento las mercancías habían estado guardadas en cajas, esperando la necesidad, la demanda, que las hiciera salir de las estanterías. Pero en el gran almacén, los objetos realizaban un strip-tease comercial, iban desnudos hasta el cliente, despertando la lascivia consumista.

Por esa época se inventó la lámina de vidrio y apareció el escaparate. ¡Era el colmo! Las mercancías ejercían su potencia tentadora contra el viandante. En efecto, prostituere significa ponerse en un escaparate. Exhibirse excitantemente.

Esta moda de los deseos efímeros, intensos, urgentes y desechables ha contagiado nuestro mundo afectivo, que se ha fragilizado, porque incita a un hedonismo inquieto y un poco escéptico.

Esto enlaza con una de las más curiosas características de la nueva economía. Lo más importante no es ofrecer objetos sino experiencias. Se trata de una nueva economía libidinal.

Coches, alimentos, ordenadores, relojes no se publicitan exponiendo sus ventajas, sino prometiendo una experiencia.
Experiencias por supuesto, que se viven en el régimen veloz del capricho, porque el mercado no puede detenerse y necesita el combustible de la insatisfacción para funcionar

Esta necesidad de atender a múltiples objetos de deseo, la rapidez en la consumación, si es que la hay, la búsqueda continua, han producido un gracioso fenómeno. Los expertos en marketing se han dado cuenta que estaban matando la gallina de los huevos de oro, porque la proliferación del deseo y la publicidad han vuelto tan volátil al cliente que empieza a ser necesario «fidelizarlo». Nada de flirteos, una unión monogámica con la marca, eso es lo que importa.

Que el mercado haya descubierto a estas alturas la fidelidad me resulta muy interesante como detective y muy irónico como observador y espero el momento en que la publicidad pase de predicar la fidelidad al deseo a predicar el deseo de fidelidad.

Todo se andará…

 

Marina, José Antonio.
Las Arquitecturas del Deseo