Me acuerdo de aquel maestro zen que congregaba a los monjes del monasterio por las tardes para dirigirles el sermón.
Los monjes llegaban en total recogimiento a su cita vespertina, que tenía lugar en una habitación cuyas puertas y ventanas se cerraban a cal y canto para que nada perturbara la atenta escucha de las palabras del maestro.
Un día, el monje encargado de cerrar las ventanas no tuvo tiempo de cerrar una de ellas antes de que llegara el maestro.
Llegó el maestro, y en el instante en que iba a tomar la palabra, un gorrión se posó en el alféizar y se puso a cantar.
El maestro permaneció mudo y atento mientras duraron los trinos. Cuando terminó su canto, el gorrión se marchó.
El maestro tomó entonces la palabra: “Monjes, podéis levantaros. El sermón de hoy ha terminado”.
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